Hola, me llamo Paula. Algunos de ustedes me conocen y otros es la primera vez que saben de mí. A todos, muchas gracias por leerme.
En febrero de este año, mi vida (y la de Jorge, mi pareja) cambió por completo. Nos mudábamos el 1 de febrero, pero un día antes comencé a tener dificultad para respirar y tuvimos que cancelar todo.
En un principio se descartó covid y me diagnosticaron bronquitis. Después de tres semanas con oxígeno, acudí al neumólogo para saber por qué no mejoraba. El doctor al ver la radiografía me dijo que tuve un neumotórax espontáneo y que el pulmón derecho estaba colapsado, hecho bolita. Le sorprendió que hubiera aguantado tanto tiempo así. Había que operarme ya: sacar el aire, expandir el pulmón y pegarlo, pero también hacerme una biopsia pulmonar, pues en la tomografía se veía que ambos pulmones presentaban bullas (burbujas de aire) —dos de ellas se reventaron y provocaron el colapso— y ver si se trataba de linfangioleiomiomatosis pulmonar (LAM), una enfermedad muy rara, exclusiva de mujeres, que por lo general aparece entre los 20-40 años y afecta a una en un millón.
Los resultados de la biopsia lo confirmaron.
Se desconoce la causa de LAM. Esta enfermedad es progresiva y lleva a la insuficiencia respiratoria. El tratamiento que se sigue es con sirolimus —un medicamento que contiene su avance— o, en algunos casos, el trasplante pulmonar.
Cuando recibes la noticia de que estás enferma, lo primero es negarlo y luego cuestionar el diagnóstico. He dudado de estar enferma, de querer seguir con algún tratamiento y de querer ver más doctores. Me he sentido profundamente triste, confundida y con miedo.
Hay días en que no me dan ganas de hacer nada y otros, en los que me gustaría recordarme con ánimo, como una mujer que a pesar de todo sonrió y agradeció, que no detuvo su vida, porque esto también pasará; pero no siempre lo logro.
El primer mes fue muy duro. Me costaba trabajo digerir la noticia —aún no lo hago del todo—. Sabía que era una enfermedad tratable, que debía tener ciertos cuidados y quizá utilizaría oxígeno permanente; pero el hecho de que sólo unos meses atrás hacía mi vida de cierta manera normal por la pandemia y ahora ni eso, no me permitía conectarme con lo que estaba pasando. Me agitaba mucho al caminar de la recámara a la cocina. Necesitaba estar las 24 horas con oxígeno —aún lo estoy, con pequeños descansos—. Bañarme era muy cansado. Poco a poco, fui sintiendo una ligera mejoría. La idea era que una vez recuperada de la operación, me intervendrían el pulmón izquierdo para cauterizar las bullas y evitar otro colapso.
A finales de marzo, justo al mes de operada, una tarde al estornudar sentí un fuerte dolor en el pecho. Al otro día, de nueva cuenta presenté mucha dificultad para respirar. El diagnóstico: un neumotórax recurrente en el mismo pulmón. No podían repetir el procedimiento, pues en la primera operación me quitaron un pedazo de pulmón afectado por las bullas reventadas y ya no se podía recortar más. Me pusieron una válvula de Heimlich que sale por el costado derecho para ayudar a que el pulmón por sí solo se expandiera y pegara. Aún la traigo.
El neumólogo me dijo que el pulmón derecho quedó muy desgastado, que ambos pulmones están muy comprometidos por la cantidad de bullas y que lo que prosigue en mi caso es trasplante pulmonar.
Fue como si hubiera dejado de respirar… cuestión de segundos. Cuando fallecieron mis papás sentí un vacío tremendo, pero nunca algo semejante. Lo primero que pensé fue “No quiero morir joven”. No aguanté las ganas de llorar. Jamás imaginé estar en una situación así. Como todos, he tenido buenas y malas épocas; pero de ahí a padecer una enfermedad rarísima y necesitar un trasplante pulmonar me rebasaba y aún me rebasa.
Siento que estoy viviendo una vida sin mí, detenida. De realizarse el trasplante, me da terror que mi cuerpo rechace los pulmones. Me pasan muchas cosas por la cabeza. Pensar en el futuro me angustia mucho.
En México este tipo de trasplantes sólo se realizan en la ciudad de Monterrey. Para rehabilitarme y hacerme la evaluación (muchísimos estudios), y saber si soy candidata o no, debemos irnos a vivir unos meses o un año allá. Mucho dinero, más estrés. Estoy cansada y muy asustada.
Sé que no estoy sola, tengo al mejor compañero de vida a mi lado, mi hombro y mi abrazo… mi aliento. Nuestras familias han sido más que incondicionales en estos momentos, nuestros amigos hacen de este camino una luz, un motivo para no claudicar. Un amigo me dijo: “Una en un millón, así eres de especial”, y ¿saben? Tiene razón. A cada uno por sus tantas y diversas maneras de hacerme sentir que están conmigo, que piden y oran por mí, que me hacen llegar su cariño… y a ustedes que me leen GRACIAS.
Hoy puedo decir que mi vida tiene otro sentido, que mi historia la escribo con otra letra, otra tinta y a otro ritmo; a veces reservada y con pocas palabras, a veces entre lágrimas y otras, el oxímetro marca el compás, espero, se acelera, baja… respiro profundo y continuo con mis pasos, sin perder de vista el objetivo: no dejarme vencer. Y hay otras más que sólo guardo silencio y pido que esto pase pronto, desenando estar a la orilla del mar y que al voltear hacia atrás pueda decir: “Valió la pena” para después escribir sobre la arena: “Esta historia… mi historia continúa…”.
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